lunes, 16 de agosto de 2010

RIDICULEZ. Por Víctor Rojas.


“De lo heroico a lo ridículo no hay mas que un solo paso"
Bolívar

Hace tiempo, en una universidad norteamericana, en clase de sociología política, un profesor describía las cualidades que un político debería tener. Decía, que la persona tenía que poseer algo de cultura, mientras más elevada su aspiración ésta debía ser más amplia; tenía que saber pensar; también comunicar, en el sentido de manejar la escritura y poseer dotes de orador; así como ser organizador, para crear estructuras y formar equipos de apoyo; pero ante todo, tenía que tener claro el sentido del ridículo, porque ese pecado resulta ser mortal para cualquier político.
El ridículo se define como algo que mueve a risa, a burla; o sea, algo que no es digno de tomar en serio, que por estar fuera de contexto no se aprecia, se desecha. Es excéntrico, extravagante, funambulesco.
Como podremos apreciar, la advertencia del viejo doctor Cooper, así se llamaba el profesor, era muy pertinente porque a fin de cuenta, el político que cae en el ridículo pierde credibilidad y respeto, que sin duda son los activos mas preciados para alguien que pretende dirigir el destino de una colectividad.
Por supuesto, esas ideas no eran originales del profesor. A través de la historia esos conceptos se han venido reiterando; pero en el caso citado guardaba cierta relevancia, porque Cooper cuando joven había sido soldado de las fuerzas aliadas en la 2da guerra mundial, y con la mirada del científico social que alguna vez llegaría a ser, observó en pleno teatro de operaciones a Churchill, Mussolini, Hitler, Eisenhower, De Gaulle y Stalin.
Eso le daba pie para afirmar, lo que tampoco era original, que todo político, con mayor o menor énfasis es un histrión, condición que los coloca más cerca del peligro del ridículo. En su criterio, los más histriónicos eran los fascistas Mussolini y Hitler; siendo el más austero en su expresión Eisenhower; mientras Churchill y De Gaulle “actuaban” pero con mesura, porque el beneficio que buscaban no era para ellos sino el de sus pueblos. En cuanto Stalin, decía que era inescrutable, lo que también dijo de Mao, coincidencialmente ambos comunistas. Tanto los fascistas como los comunistas se identificaban por su megalomanía.
Aquí en Venezuela hemos tenido de todo, inescrutables como Gómez, y alborotados como Castro; prudentes como Soublette y Rómulo; y exhibicionistas como Guzmán y Carlos Andrés.
Según lo dicho: ¿Cómo podríamos definir a un político, que después de haber afirmado, que si un aspirante presidencial de un vecino país, por desgracia, llegara a ser electo, aquí nadie lo recibiría, y después lo invita? ¿Que decir de un individuo que llega a un lugar, con el que está en estado prebélico, para reunirse con su presidente al que pocos días atrás llamo: mafioso, lacayo, oligarca, francotirador, paramilitar, guerrerista y otros epítetos, diciendo que va preñado de “amor”?
¿Qué pensar al respecto?: ¿Qué es un histrión? ¿Un narcisista? ¿Un mitómano? ¿Un cínico? ¿Un bipolar? O un político que no le importa su credibilidad y la confianza que inspira, porque lo que le interesa es su obsesión por el poder y la imposición y expansión de un proyecto político, sin detenerse a pensar en el gasto, emocional y material, que su conducta provoca en el pueblo que gobierna y en la comunidad internacional. La megalomanía lo obnubila y lo hace caer en el ridículo. Lo que resulta trágico, como lo demuestra la historia, para quienes están sujetos a sus designios


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